domingo, 18 de abril de 2010

Este no es otro estúpido post sobre el juez Garzón

"En el borde del mundo" es el título de las memorias del juez Juan Guzmán Tapia, también conocido como "Juan sin Miedo" o, más simplemente, "el juez que procesó a Pinochet". Como lectura obligatoria que era, empecé el libro con escaso entusiasmo, temiéndome lo peor; las primeras páginas, con su estilo sentimental y algo relamido, tampoco ayudaron; de todos es sabido que el Derecho es refugio de literatos fracasados, y sólo más raramente la Literatura de juristas hastiados. Sin embargo, hacia la mitad el libro empieza a ganar en complejidad, a plantear ciertas cuestiones con una honestidad poco acostumbrada; cuestiones, por otra parte, que no podrían estar más de actualidad en España.


Nacido en El Salvador, hijo de diplomático, la primera parte de la biografía de Juan Guzmán es la de un arquetipo de cierto tipo de intelectual sudamericano de la época: miembro de una vieja burguesía endogámica en trance de desaparecer, viajero cosmopolita con veleidades artísticas, bohemio ocasional en el París del 68... Cómo acaba en la carrera judicial es cuestión prácticamente de azar: con la omnipotente ayuda de ciertos enchufes, pero sin verdadera vocación, como mero oficio de ganapán.

Empieza a ejercer en provincias en los años del beatificado mártir Allende: años de plomo, de escasez generalizada y con todos los indicadores económicos en caída libre, descritos con la sinceridad de quien puede pronunciarlos sin ser acusado de fascista. Tal vez sea esta la parte más curiosa para el lector europeo, acostumbrado a ensalzar acríticamente la figura de Allende -el golpe, desde luego, no estaba justificado, pero esta primera "transición democrática al socialismo" supuestamente truncada fue un periodo de gran inestabilidad, que no sólo puede achacarse a la voluntad malévola de los Estados Unidos en el exterior y de los saboteadores reaccionarios en el interior.


Con una inflación desbocada (con récords del ¡606%!) reduciendo el poder adquisitivo de los chilenos a ojos vista; con una caída del PIB sin precedentes -del 9% al -5-6% en apenas dos años, la inseguridad, las ocupaciones de tierras, las huelgas, las manifestaciones e incluso la violencia política no se hicieron esperar.

Más allá de que sus políticas económicas fuesen manifiestamente subnormales -y lo pagasen todos los chilenos, no sólo las multinacionales-, la escala del apoyo a Allende no justificaba su radicalidad. Los resultados electorales hablan claro; el Gobierno Allende distaba mucho de una mayoría estable: 36,3% para Allende, 34,9% para Alessandri -democristiano- y 27,8% para Tomic -derecha. Endeble base, salta a la vista, para una transformación social hacia el socialismo.

En otras palabras: lo que no sorprendió fue el golpe, fue su brutalidad. Lo sucedido viene a confirmar que ninguna dictadura se mantiene sólo por las armas; la de Pinochet no fue una excepción. El juez Guzmán Tapia, recién llegado de Francia, estaba entre los que suspiraron de alivio aquél 11 de septiembre, y no fueron pocos. Estaba entre los que sacaron champán escondido y celebraron el golpe, mientras en la radio sonaban marchas militares y Allende lanzaba su último mensaje al vacío antes de su famosa última resistencia en el Palacio de la Moneda.

Las noticias de su muerte llegaron al día siguiente; avergonzados, guardaron el champán. No se había previsto eso: durante las primeras horas del golpe, varios militantes de la UP se entregaron voluntariamente al ejército fiándose de sus promesas de benevolencia, esperando ser depuestos de sus cargos y, como mucho, el exilio. No era lo que la Junta tenía en mente.

La siguiente parte de las memorias es una radiografía certera de lo que lleva a un ciudadano a aceptar una dictadura y sancionar su legitimidad con sus actos. Cuando se restablece el orden en las calles, nadie pregunta por la factura; cuando se restablece el abastecimiento en las tiendas, nadie pregunta dónde quedan los sindicalistas; las denuncias de la prensa extranjera son fácilmente tachadas de "propaganda", ya sea de exiliados resentidos o "agitadores europeos intoxicados por Moscú".

En 1974 Guzmán Tapia es llamado a sustituir a jueces de lo penal: es su primer contacto con la realidad de los desaparecidos. Sin embargo, todavía no está preparado para asumir la escala de lo que está sucediendo: opta por creer que son grupos aislados del ejército, descontrolados. Sin embargo, ha empezado a dudar. En sus círculos, sin embargo, nadie quiere oír hablar del tema; se cambia más o menos educadamente de conversación, la vida sigue. Los casos de desaparecidos son sumariamente despachados, rechazados con un formulario estándar.

Obtiene un ascenso tras autorizar una redada policial contra una destilería ilegal de alcohol -en realidad, la detención y ejecución sin juicio de varios izquierdistas; continúa en su puesto, progresivamente asqueado del servilismo de la Justicia -y de sí mismo-, progresivamente avergonzado de la colaboración que supone su mero silencio.

La tercera parte del libro es una descripción pormenorizada del paso de una Caravana de la Muerte (o del Buen Humor, como eran conocidas entonces) que recorre Chile de Sur a Norte; el principio del caso que acabará por llevarle a Pinochet. Se trata de un comando especial de las Fuerzas Armadas, con órdenes expresas del general de perseguir izquierdistas; para ello se inventan grupos subversivos, formaciones guerrilleras o cualquier otra fantasía que permita justificar la represión. Se señala quién colabora y quién no: porque hay mandos del Ejército que se oponen, protestan o llegan a dimitir; y hay civiles que se prestan.

Cuando se le presenta una demanda el 12 de enero de 1998 a nombre de la secretaria general del PCCh por la desaparición de su marido y otros altos cargos comunistas, nadie espera que prospere. Sin embargo, el juez Guzmán no está dispuesto a dejarla pasar; tras estudiar la ley de Amnistía dictada por el Régimen durante la transición democrática, descubre un hueco: el delito de secuestro no está incluido, y los hechos cometidos encajan en el tipo. Se ha abierto la vía que permitirá el procesamiento.

Se le acusa de reabrir heridas y de poner en peligro la paz civil mientras instruye el sumario y van ascendiendo las responsabilidades en la escala militar; se le somete a un escrutinio rigidísimo por parte del Tribunal Supremo, atento a la más mínima infracción, y se le ataca en gran parte de la prensa. Como al juez Garzón, se le acusa de halagar su narcisismo exponiéndose a la luz pública; con más habilidad que el juez Garzón, sabe no patinar con los procedimientos legales.

Llega el momento de la famosa detención de Pinochet en Londres, solicitada precisamente por Garzón; finalmente, se le permite volver a Chile por razones humanitarias. Recién aterrizado, Pinochet, a la vista de las cámaras, se levanta de la silla de ruedas en que supuestamente estaba postrado y saluda a los dignatarios que acuden a recibirle. Es el momento simbólico que va a desencadenar un creciente cuestionamiento de la inmunidad de que goza como senador vitalicio.

Finalmente, a Pinochet se le retira la inmunidad. Sus abogados pasan a alegar demencia; el Tribunal Supremo declara el sobreseimiento "hasta que se produzca su recuperación completa", en otras palabras, hasta nunca. Y hasta aquí, con este anticlímax, llega la vía jurídica; luego como sabemos, el General moriría en paz; Juan Guzmán Tapia decide acabar el libro con un breve paseo por Villa Grimaldi, el centro de detención por excelencia de la dictadura.

Y ahora se dirá usted, lector, si ha seguido hasta aquí: ¿qué me importa a mí lo de Chile? Pues hagan cuentas.

Los parecidos con el caso español son grandes; también las diferencias. La primera y más notoria, el tiempo: Guzmán Tapia empieza su proceso en 1998, a tan sólo ocho años del final de la dictadura; Garzón, en 2009, casi 35 años después de la dictadura y casi 70 desde la época más brutal del primer franquismo. La mayoría de los delitos ya han prescrito; cierto, hay algunos que no prescriben -de lesa humanidad, genocidio, etc.-, pero la pregunta que cabe hacerse es: ¿queda alguien vivo a quien enjuiciar? Hubiese sido interesante, con todo, ver hasta dónde se llegaba. Y, por supuesto, si el juez Garzón se ha excedido en sus atribuciones, tiene que responder, como todos los demás jueces, por muy loables que fuesen sus fines. Antes de apresurarse a tachar de franquistas a los tribunales, un poco de respeto y lectura crítica no estaría mal.

Sin embargo, me temo que en España la cuestión de cómo tratar con el pasado va a quedar en el aire. Los pasos más fáciles -retirada de símbolos, investigación histórica- ya están siendo tomados, y no sin resistencias. La Historia nunca es material de anticuario; se estudia porque -para que- diga cosas sobre el presente: ahí está el peligro de dejar la recuperación de la "Memoria Histórica" en manos del Estado. Lo deseable sería que la demanda surgiese de la propia sociedad civil, pero lograr una gran narrativa común sobre lo que sucedió entre 1936 y 1975 va a ser casi imposible: y no es sólo cosa de la derecha revisionista y facciosa; el republicanismo kitsch, con sus sabios profesores, sus niños pelados con orejas de soplillo y su buenrollismo antagonizado por el Mal Absoluto personificado en curas viciosos y militares con bigotillo también ha ayudado a banalizar el debate.