sábado, 22 de mayo de 2010

En un puño

-Y por eso, querido amigo, sostengo y sostendré que un pesimista es sólo un optimista bien informado.


Apoyado contra los barrotes de la ventana, el Marqués robaba con delectación los preciosos rayos de sol que osaban aventurarse hasta aquella hedionda celda.


-P… p… p…ero… hoy es mi cumpleaños… -protestó débilmente el Vizconde.


El Marqués se encogió de hombros, sacó del bolsillo una cajita de rapé y aspiró, sonriendo indolente al sol. El Vizconde, confuso, se reclinó en el jergón, rascando furiosamente su espalda a la caza de un esquivo parásito. Con un grito triunfal, extrajo a su presa, capturada entre pulgar e índice, y empezó a mordisquearla con desinterés. Fascinado, detuvo la mirada entre los pliegues de su mano, escrutando cada surco, cada canal de su palma…


-¡Ciudadano, que te duermes!

-¿Qué? ¡Ah!

-La historia de la gitana otra vez, ¿eh?

-Sí, sí.

-¡Condenado puerco italiano, como vuelvas a empezar…!


El viejo genovés hizo caso omiso de la lluvia de improperios que empezó a lloverle desde una esquina oscura de la celda. Tomó la delicada mano del joven Vizconde y siguió con un dedo su palma:


-Aprendí un par de cosas cuando estuve embarcado en los mares del Sur, y de los sabios hindúes de Trincomalee…

-¡Hijo de las mil putas! ¡Fantasma! ¿Es que no puede haber un poco de silencio aquí?- lloriqueaba la voz en penumbras. Pero nadie escuchaba: el Marqués silbaba una tonadilla al sol, y el Vizconde y el italiano miraban reconcentrados la mano.

-¡Grandes cosas, ciudadano Vizconde! ¡Te esperan grandes cosas!

-¿Un gran castillo, verdad?

-¡Exacto!

-¡Exactamente como dijo la gitana! Parece increíble que todo pueda estar aquí…

-Pero lo está, ciudadano Vizconde. ¡Una suerte inmejorable, y en tu mano! ¡No la dejes escapar!


Radiante, el Vizconde cerró el puño lentamente, como si guardara algo precioso entre sus dedos.


-¡Y justo es mi cumpleaños! Dime, Malafacha, ¿habrá mujeres?

-¡He contado 57!

-¿Y comida? ¿Habrá comida?

-Pavos trufados, lechones asados, pequeñas fresas y frutas del Trópico y naranjas en verano…

-¡Que no habléis de comida, hostia! –gimió la voz desde la esquina por última vez. Y todos en la celda, como pensativos, volvieron a sus respectivas dedicaciones.


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La campanilla del rancho del mediodía despertó al Vizconde de sus ensoñaciones.

-¡Pssst!

El Vizconde se sobresaltó al descubrir junto a su jergón la cara cadavérica de Pécuchet, el irascible morador de las sombras.


-Oye, ¿hoy es tu cumpleaños, no? Escucha, puedo hacerte un regalo… pero que quede entre tú y yo.


Al fondo se oían los pasos del guardia mandando a los presos a formar en sus celdas, y empezaban a insinuarse los olores de la indescriptible pasta que pronto llenaría sus escudillas y sus estómagos.


-Piden voluntarios para trabajar fuera y a mí me ha tocado. Dan doble ración a los que vayan. Pero, ¡maldita mi suerte! Mira.


Pécuchet se despojó de una venda que cubría su mano derecha, dejando al descubierto una masa sanguinolienta y purulenta.


-Como es tu cumpleaños, he pensado… Sólo te costará medio pan.


Conmovido, el Vizconde no podía creerse tan afortunado.


-¡Gracias, Pécuchet!

-¡Chsss! Sólo entre nosotros, ¿eh? Ahora cuando pasen revista, dirán mi nombre. Das un paso al frente, le acompañas, y yo guardaré tu escudilla hasta que vengas. ¡El pan por adelantado, eh!


Se abrió la puerta metálica y fue como si hubiese saltado un resorte: los cuatro prisioneros se pusieron firmes de un brinco, no osando respirar mientras el guardia, atusándose el espeso bigote, los miraba uno a uno.


-Ciudadano Pécuchet, ¡paso al frente!


El Vizconde dio un paso al frente. El Marqués le miró sorprendido; el genovés quiso decirle algo, pero el joven ya cruzaba el dintel y se unía a una larga cadena de presos camino del exterior.


La puerta metálica se cerró. Desde la esquina llegaba el desagradable sonido de Pécuchet, royendo un mendrugo, dispuesto a matar en defensa de sus dos escudillas.


Se oyó un redoble de tambores en el patio. El Marqués y el italiano corrieron a la ventana a ver a los presos formar en la arena bajo el gran cadalso que rezaba “Libertad, Igualdad, Fraternidad”. Las paredes del patio de la prisión lucían una flamante decoración: “Déclaration des droits de l’homme et du citoyen”, decía en grandes letras rojas, apenas desteñidas por la lluvia y el sol. Y debajo, apenas visible desde el ventanuco, estaban escritos, al parecer, los nuevos mandamientos. Sobre la puerta de la entrada había un busto de la Diosa Razón.


Y, en el centro, el fantástico invento de Guillotín.

-¡Ha habido un error! ¡Ha habido un tremendo error!


El joven Vizconde se abalanzó contra los guardias, que lo sujetaron. Lloraba y pataleaba. El patetismo de la escena forzó al oficial a acercarse.


-¡Yo no soy quien dicen que soy!

-A mí me da igual. Yo necesito a treinta.

-¡Tengo derecho a un juicio justo! ¡Lo pone en la pared! -exclamaba el Vizconde, señalando con el rostro desencajado.

-A ver, las manos.


Desconcertado, el joven alcanzó, una vez más, sus delicadas palmas.


-Cht cht cht. Muy finas, ciudadano. A la cola con los demás.

-¡Pero…!

-¡A la cola!

-Sí, señor.


Los dos prisioneros se alejaron de la ventana.


-¿Otra vez lo has vuelto a hacer, Pécuchet? -Suspiró el Marqués.


Se oyó un gruñido por toda respuesta.


-¿Y con esta, cuántas condenas son las que esquivas?

-No tengo prisa…

-Y ahora es un Vizconde, nada menos. Felicidades, Vizconde de Pécuchet.

-Bueno, Malafacha, tenías razón en una cosa. Al final todo estaba escrito en su mano.

-También lo estaba en la mía… -rezongó Pécuchet- pero sin querer se me alargó la línea de la vida.


Miró con cariño su mano vendada. Fuera, un carro salía de la prisión, rebosante de cadáveres. Se detuvo en la puerta del patio para dejar lugar a otro cargado de una nueva remesa de material humano. El Marqués volvió al sol, relajado, y exclamó al jergón vacío.


-Y por eso, querido amigo, sostengo y sostendré que un pesimista es y será sólo un optimista bien informado.