domingo, 25 de abril de 2010

Justicia poética / Puro posmodernismo




Cuando uno lleva apenas cinco segundos contemplando Grizzly man (Werner Herzog, 2005), ya sabe que la cosa va a acabar mal. Piensa: "Este hombre es un inconsciente"; piensa: "se la está buscando"; piensa: "Vas a ver, Timoteo, vas a ver."


Porque Grizzly man es la historia de Timothy Treadwell, el hombre que vivió durante 13 veranos con osos grizzlies en la inmensidad de Alaska. Y si están pensando en un rudo superviviente, serio, circunspecto, piensen otra vez: Timothy Treadwell fue un espantajo narcisista, macarra y bobalicón cuyas primeras palabras ante la cámara bastarían para nutrir manuales de oligofrenia durante siglos.





Treadwell en el show de Letterman durante un chiste que pronto no tendría ninguna gracia. Bueno, qué c**o, yo me reí, como toda la sala. Estamos deshumanizados, amigos, y todo es culpa de Darwin.

Tras un duro pasado de drogas y alcohol, Timothy encontró su redención en los animales; en autoproclamarse defensor de unos osos pardos de tres metros de altura y fuerza sobrehumana que, viviendo en un parque nacional, se hallaban más bien poco necesitados de protección. Armado con una tienda de campaña y, posteriormente, con una cámara, pasó 13 veranos viviendo con manadas de osos, familiarizándose con ellos, y divulgando sus experiencias en colegios. Así llegó a acumular casi 100 horas de metraje hasta el día en que, trágicamente, fue devorado por los mismos osos a los que tanto había amado.

Su muerte fue una catástrofe anunciada que no sorprendió ni a sus mejores amigos; hubo una cierta justicia poética en el cumplimiento de esta profecía que todo el mundo vaticinaba a Timothy desde que empezó su obsesión con los osos. El primer milagro, por tanto, es que Treadwell durase la friolera de 13 años tentando a la muerte de la manera más absurda.

Fuera de su evidente y cómica... ehm... excentricidad, lo cierto es que Grizzly man le sirve a Herzog para convertir al mero payaso trágico en algo más interesante; es puro posmodernismo la forma en que convierte unos centenares de vídeos caseros y una celebridad de quince minutos en algo de más calado; como en sus obras de ficción, como Lope de Aguirre o Fitzcarraldo, Timothy Treadwell es un individuo con una personalidad fuerte, un visionario, un demente, pero tiene algo de todos nosotros.




Fitzcarraldo, el prototipo del homo herzoguianus

Primera cuestión: su visión de la realidad. Es en los límites de la misma cuando empezamos a plantearnos realmente su naturaleza. El problema de Treadwell es que llegó a creer que compartía un mismo mundo con los osos; que cabía la comunicación con ellos; que podía ser uno más de la manada. Atribuía a los animales cualidades humanas: honor, lealtad, amistad... Pero en el mundo de los osos todo era más simple: comer o no comer; vivir un año más o morir. En el fondo, como dice el más lúcido de los entrevistados, el piloto de helicóptero que participa en el rescate, Treadwell siempre creyó que estaba tratando con "hombres con disfraz de oso". No es que no viera la Realidad; es que no vio que no compartían la misma realidad, que nunca podría ser un oso. Una distancia parecida separa el mundo mental de Treadwell del nuestro.

Segunda cuestión: el lugar del hombre en la naturaleza. ¿Acaso no es cierto que el ecologismo es un movimiento urbano? Y tiene que ser así por razones evidentes: porque sólo se idealiza lo que se ignora. Como dice uno de los entrevistados -inuit-, en 7.000 años su pueblo aprendió que el oso tiene su lugar y el hombre el suyo, y que el que cruza la frontera es un intruso y acabará mal. Treadwell, en cambio, desafía esta simple sabiduría convencional; es un nuevo Adán, un Santo Tomás trágico. Aparece ante la cámara desolado ante hechos que cuestionan su visión positiva de la naturaleza: los oseznos devorados por machos para poder seguir cortejando a una osa, la muerte del zorro con el que constantemente se identifica.

Tercera cuestión: el hombre ante la cámara. El narcisista que se retira a la naturaleza para protagonizar la película de su vida, de la que será único y exclusivo protagonista. Sus escenas pretendidamente espontáneas, naturales, están en realidad preparadas y ensayadas durante horas, buscando siempre su mejor perfil, el mejor atuendo, la mejor frase; en otras, en cambio, sucede lo inesperado -eso es lo que Herzog valora sobre todo en las tomas, por lo demás bastante cutres, del documentalista amateur.

A partir de escenas que Treadwell probablemente nunca quiso publicar, aparece el Sancho que convive junto al Quijote; el que habla de su soledad, de sus dudas -lo facil que sería "si fuese gay"-; no siempre conviven en paz; el "guerrero amable" que se conmueve por la muerte de un abejorro da lugar rápidamente a un demente rabioso que, en un creciente paroxismo de ira, empieza a insultar a cámara fija a los guardabosques mientras Herzog, con hipócrita moderación, explica:

"Treadwell cruzó aquí una línea que no vamos a cruzar, dirigiendo insultos personales a las personas con las que había convivido durante tantos años..."

De fondo, sin embargo, es perfectamente audible la deliciosa profusión de Fucks, Fuckings, Motherfuckers y la gesticulación con la que Treadwell da rienda suelta a su paranoia. En otras escenas habla enfurecido con "Dios, Alá, o esa cosa hindú que flota" de tú a tú. Porque, evidentemente, si la película era protagonizada por él, toda fuerza ajena era una intrusión; todo humano que se acercase por la zona era automáticamente un peligro: de ahí sus fantasías con los cazadores furtivos, o la interpretación de un mensaje anónimo a todas luces amistoso -"Querido Tim, nos vemos el verano que viene :D" (emoticono incluido)- como una oscura amenaza de misteriosas manos hostiles.


¿Todo humano? No, no todo humano. Treadwell ejercía el liderazgo del delirante. Porque la parte más triste de la película es ver a su corte de los milagros. Sus amigas, mujeres maduritas y solitarias que le admiraban y admiran, que hablan con lágrimas en los ojos del Buen Tim, cuasi un profeta; dos ajados ecolojetas que gestionan su legado, y leen al público algunas de las cartas de odio que se recibieron el día de su muerte:

"La dieta de un oso pardo se compone de una equilibrada mezcla de liberales y democrátas. Sería conveniente soltar algunos en lugares donde abunden, empezando por, no sé, el campus de Berkeley."

Lo que no quita que, pese a todas las pedanterías anteriormente dichas, esta película pueda disfrutarse como una farsa (con el añadido amargo de que todo sea cierto). El propio piloto pone en boca de los plantígrados lo que el espectador está pensando a lo largo del metraje:
"Esos osos son grandes y feroces y están equipados para matarte y devorarte. Y eso es exactamente lo que Treadwell estaba pidiendo. Recibió lo que estaba pidiendo; recibió lo que se merecía, en mi opinión. [...] Pienso que la única razón por la que Treadwell duró tanto es que los osos... probablemente pensaban que algo no andaba bien con él, como que era retrasado mental o algo."
Efectivamente, uno no puede dejar de contemplar fascinado cómo el autoproclamado defensor, "guerrero amable", "samurai", ejecuta con perfecta sangre fría actos de la más escandalosa necedad: dar golpecitos en el hocico a una hembra de oso pardo dos veces su tamaño; bañarse junto a un macho hostil, maravillarse ante un excremento hasta el éxtasis, llegando a hundir su mano con delectación en la materia fecal mientras exclama:
"Oh my gosh! The bear, Miss Chocolate, has left me her poop! It's her crap! It was just in her butt and it's still warm! This is a gift from Miss Chocolate!"

Todo ello está sintetizado con elegancia en ese homenaje/parodia titulado "Los hombres castores". Si no tienen dos horas para disfrutar del documental, aquí está todo sintetizado: la gloria, la tragedia y la enfermedad.


domingo, 18 de abril de 2010

Este no es otro estúpido post sobre el juez Garzón

"En el borde del mundo" es el título de las memorias del juez Juan Guzmán Tapia, también conocido como "Juan sin Miedo" o, más simplemente, "el juez que procesó a Pinochet". Como lectura obligatoria que era, empecé el libro con escaso entusiasmo, temiéndome lo peor; las primeras páginas, con su estilo sentimental y algo relamido, tampoco ayudaron; de todos es sabido que el Derecho es refugio de literatos fracasados, y sólo más raramente la Literatura de juristas hastiados. Sin embargo, hacia la mitad el libro empieza a ganar en complejidad, a plantear ciertas cuestiones con una honestidad poco acostumbrada; cuestiones, por otra parte, que no podrían estar más de actualidad en España.


Nacido en El Salvador, hijo de diplomático, la primera parte de la biografía de Juan Guzmán es la de un arquetipo de cierto tipo de intelectual sudamericano de la época: miembro de una vieja burguesía endogámica en trance de desaparecer, viajero cosmopolita con veleidades artísticas, bohemio ocasional en el París del 68... Cómo acaba en la carrera judicial es cuestión prácticamente de azar: con la omnipotente ayuda de ciertos enchufes, pero sin verdadera vocación, como mero oficio de ganapán.

Empieza a ejercer en provincias en los años del beatificado mártir Allende: años de plomo, de escasez generalizada y con todos los indicadores económicos en caída libre, descritos con la sinceridad de quien puede pronunciarlos sin ser acusado de fascista. Tal vez sea esta la parte más curiosa para el lector europeo, acostumbrado a ensalzar acríticamente la figura de Allende -el golpe, desde luego, no estaba justificado, pero esta primera "transición democrática al socialismo" supuestamente truncada fue un periodo de gran inestabilidad, que no sólo puede achacarse a la voluntad malévola de los Estados Unidos en el exterior y de los saboteadores reaccionarios en el interior.


Con una inflación desbocada (con récords del ¡606%!) reduciendo el poder adquisitivo de los chilenos a ojos vista; con una caída del PIB sin precedentes -del 9% al -5-6% en apenas dos años, la inseguridad, las ocupaciones de tierras, las huelgas, las manifestaciones e incluso la violencia política no se hicieron esperar.

Más allá de que sus políticas económicas fuesen manifiestamente subnormales -y lo pagasen todos los chilenos, no sólo las multinacionales-, la escala del apoyo a Allende no justificaba su radicalidad. Los resultados electorales hablan claro; el Gobierno Allende distaba mucho de una mayoría estable: 36,3% para Allende, 34,9% para Alessandri -democristiano- y 27,8% para Tomic -derecha. Endeble base, salta a la vista, para una transformación social hacia el socialismo.

En otras palabras: lo que no sorprendió fue el golpe, fue su brutalidad. Lo sucedido viene a confirmar que ninguna dictadura se mantiene sólo por las armas; la de Pinochet no fue una excepción. El juez Guzmán Tapia, recién llegado de Francia, estaba entre los que suspiraron de alivio aquél 11 de septiembre, y no fueron pocos. Estaba entre los que sacaron champán escondido y celebraron el golpe, mientras en la radio sonaban marchas militares y Allende lanzaba su último mensaje al vacío antes de su famosa última resistencia en el Palacio de la Moneda.

Las noticias de su muerte llegaron al día siguiente; avergonzados, guardaron el champán. No se había previsto eso: durante las primeras horas del golpe, varios militantes de la UP se entregaron voluntariamente al ejército fiándose de sus promesas de benevolencia, esperando ser depuestos de sus cargos y, como mucho, el exilio. No era lo que la Junta tenía en mente.

La siguiente parte de las memorias es una radiografía certera de lo que lleva a un ciudadano a aceptar una dictadura y sancionar su legitimidad con sus actos. Cuando se restablece el orden en las calles, nadie pregunta por la factura; cuando se restablece el abastecimiento en las tiendas, nadie pregunta dónde quedan los sindicalistas; las denuncias de la prensa extranjera son fácilmente tachadas de "propaganda", ya sea de exiliados resentidos o "agitadores europeos intoxicados por Moscú".

En 1974 Guzmán Tapia es llamado a sustituir a jueces de lo penal: es su primer contacto con la realidad de los desaparecidos. Sin embargo, todavía no está preparado para asumir la escala de lo que está sucediendo: opta por creer que son grupos aislados del ejército, descontrolados. Sin embargo, ha empezado a dudar. En sus círculos, sin embargo, nadie quiere oír hablar del tema; se cambia más o menos educadamente de conversación, la vida sigue. Los casos de desaparecidos son sumariamente despachados, rechazados con un formulario estándar.

Obtiene un ascenso tras autorizar una redada policial contra una destilería ilegal de alcohol -en realidad, la detención y ejecución sin juicio de varios izquierdistas; continúa en su puesto, progresivamente asqueado del servilismo de la Justicia -y de sí mismo-, progresivamente avergonzado de la colaboración que supone su mero silencio.

La tercera parte del libro es una descripción pormenorizada del paso de una Caravana de la Muerte (o del Buen Humor, como eran conocidas entonces) que recorre Chile de Sur a Norte; el principio del caso que acabará por llevarle a Pinochet. Se trata de un comando especial de las Fuerzas Armadas, con órdenes expresas del general de perseguir izquierdistas; para ello se inventan grupos subversivos, formaciones guerrilleras o cualquier otra fantasía que permita justificar la represión. Se señala quién colabora y quién no: porque hay mandos del Ejército que se oponen, protestan o llegan a dimitir; y hay civiles que se prestan.

Cuando se le presenta una demanda el 12 de enero de 1998 a nombre de la secretaria general del PCCh por la desaparición de su marido y otros altos cargos comunistas, nadie espera que prospere. Sin embargo, el juez Guzmán no está dispuesto a dejarla pasar; tras estudiar la ley de Amnistía dictada por el Régimen durante la transición democrática, descubre un hueco: el delito de secuestro no está incluido, y los hechos cometidos encajan en el tipo. Se ha abierto la vía que permitirá el procesamiento.

Se le acusa de reabrir heridas y de poner en peligro la paz civil mientras instruye el sumario y van ascendiendo las responsabilidades en la escala militar; se le somete a un escrutinio rigidísimo por parte del Tribunal Supremo, atento a la más mínima infracción, y se le ataca en gran parte de la prensa. Como al juez Garzón, se le acusa de halagar su narcisismo exponiéndose a la luz pública; con más habilidad que el juez Garzón, sabe no patinar con los procedimientos legales.

Llega el momento de la famosa detención de Pinochet en Londres, solicitada precisamente por Garzón; finalmente, se le permite volver a Chile por razones humanitarias. Recién aterrizado, Pinochet, a la vista de las cámaras, se levanta de la silla de ruedas en que supuestamente estaba postrado y saluda a los dignatarios que acuden a recibirle. Es el momento simbólico que va a desencadenar un creciente cuestionamiento de la inmunidad de que goza como senador vitalicio.

Finalmente, a Pinochet se le retira la inmunidad. Sus abogados pasan a alegar demencia; el Tribunal Supremo declara el sobreseimiento "hasta que se produzca su recuperación completa", en otras palabras, hasta nunca. Y hasta aquí, con este anticlímax, llega la vía jurídica; luego como sabemos, el General moriría en paz; Juan Guzmán Tapia decide acabar el libro con un breve paseo por Villa Grimaldi, el centro de detención por excelencia de la dictadura.

Y ahora se dirá usted, lector, si ha seguido hasta aquí: ¿qué me importa a mí lo de Chile? Pues hagan cuentas.

Los parecidos con el caso español son grandes; también las diferencias. La primera y más notoria, el tiempo: Guzmán Tapia empieza su proceso en 1998, a tan sólo ocho años del final de la dictadura; Garzón, en 2009, casi 35 años después de la dictadura y casi 70 desde la época más brutal del primer franquismo. La mayoría de los delitos ya han prescrito; cierto, hay algunos que no prescriben -de lesa humanidad, genocidio, etc.-, pero la pregunta que cabe hacerse es: ¿queda alguien vivo a quien enjuiciar? Hubiese sido interesante, con todo, ver hasta dónde se llegaba. Y, por supuesto, si el juez Garzón se ha excedido en sus atribuciones, tiene que responder, como todos los demás jueces, por muy loables que fuesen sus fines. Antes de apresurarse a tachar de franquistas a los tribunales, un poco de respeto y lectura crítica no estaría mal.

Sin embargo, me temo que en España la cuestión de cómo tratar con el pasado va a quedar en el aire. Los pasos más fáciles -retirada de símbolos, investigación histórica- ya están siendo tomados, y no sin resistencias. La Historia nunca es material de anticuario; se estudia porque -para que- diga cosas sobre el presente: ahí está el peligro de dejar la recuperación de la "Memoria Histórica" en manos del Estado. Lo deseable sería que la demanda surgiese de la propia sociedad civil, pero lograr una gran narrativa común sobre lo que sucedió entre 1936 y 1975 va a ser casi imposible: y no es sólo cosa de la derecha revisionista y facciosa; el republicanismo kitsch, con sus sabios profesores, sus niños pelados con orejas de soplillo y su buenrollismo antagonizado por el Mal Absoluto personificado en curas viciosos y militares con bigotillo también ha ayudado a banalizar el debate.

sábado, 10 de abril de 2010

Respuesta / Propuesta

(Respuesta a este interesante post)

Héctor,

limitar las funciones del voto a la elección de un programa es limitar su alcance real y dar la espalda a la realidad política (entiendo que lo planteas desde el "deber ser", pero tampoco estoy seguro de que sea un "deber ser" muy acertado).

En un sistema como el español, en que los diputados no cuentan con mandato imperativo y se elige mediante listas cerradas, la responsabilidad ha de ser por fuerza solidaria, y ha de extenderse a toda la lista en que está el individuo responsable. No hay otra que castigar al conjunto por las acciones de sus miembros (especialmente si el partido en cuestión insiste en conservarlos en sus filas). El voto actúa también como mecanismo corrector, y no creo que se deba minusvalorar este papel.

Fías demasiada fe en la justicia y el valor de una sentencia, en mi opinión. Los casos de corrupción no siempre van a poder ser juzgados y condenados ante los tribunales, ya sea por los privilegios parlamentarios, que retrasan el proceso; por nuestro sistema de garantías, al que no queremos renunciar, o simplemente porque lo que el político ha cometido no es delito -al no estar todavía tipificado como tal-, sino percibido como "inmoral" por sus votantes. Recalco lo de "percibido" porque creo que, en los casos de corrupción, tan importante como el delito cometido es la imagen que se transmite: "la mujer del César no sólo tiene que ser honrada, sino parecerlo".

Privar del voto es un mecanismo útil y legítimo para "castigar" lo que el Derecho no puede castigar. En Derecho tenemos la presunción de inocencia; en política, la de culpabilidad, y me parece correcto establecer unos estándares morales más altos para el que nos representa que para nosotros mismos. No por idealismo, sino como pragmatismo, para hacer más efectivo el mecanismo corrector: en democracia los líderes políticos no van a ser más honestos, benevolentes y desinteresados que en dictadura, pero deben temer por la opinión pública. Una ventaja decisiva de un sistema a veces tan ineficiente como la democracia.

Un programa de partido sin un desarrollo político es letra muerta; por eso no estoy de acuerdo en desvincular el Programa -ideal rara vez alcanzable y menos aún leído por el votante, y no digo que sin razón- de aquellos que efectivamente han de llevarlo a cabo, y su actuación. Todo acto de corrupción deja al descubierto un fallo sistémico; de acuerdo. Pero ante la improbabilidad de que cualquier partido con opciones reales de gobernar desarrolle un programa con el fin de ir solucionando estos fallos según vayan emergiendo, la democracia ofrece un atajo al ciudadano, un parche: expulsar al corrupto de su cargo, al margen de la vía penal.

¿Por qué es improbable que los partidos desarrollen programas de obligado cumplimiento y carácter más ideológico o preciso? En primer lugar, sería contrario a sus intereses el atarse las manos de esa manera, y los partidos son -sorpresa- actores racionales que buscan maximizar su beneficio. Pueden equivocarse, qué duda cabe, pero no de una manera tan flagrante sobre cuáles son sus auténticos intereses. Si existiese una amplia demanda ciudadana en ese sentido, tal vez... Creo, sin embargo, que no costará conceder que no, que no son ese tipo de exigencias las que movilizan al grueso electorado.

En segundo lugar porque, como dice José Luis (y tú mismo admites al ironizar sobre ese "conservadurismo socialdemócrata"), los grandes partidos se mueven en torno al centro político, y, guste o no, los programas coinciden en lo esencial; el voto, por tanto, rara vez es decididamente ideológico, y los matices cobran relevancia; no es insensato un voto pragmático y personalista, ni es tan realista un voto meramente ideológico, desapegado de terrenales pasiones como la afinidad o la apariencia -no sólo física; de honradez, de profesionalidad, de seriedad.

Las democracias europeas de postguerra se han fundado sobre ese "consenso socialdemócrata"; las posiciones apenas se han modificado tras las crisis de los 70, y una vez pasada la breve erupción ideologizadora que supusieron la ofensiva ¿neo?liberal y el experimento de la Tercera Vía: ambos fueron más una retórica que una práctica auténticamente rompedora, dejando claro cuáles eran los límites que no se iban a traspasar. Esta desideologización tiene un sentido histórico claro -evitar la conflictividad política del periodo de entreguerras-, pero tiene difícil vuelta atrás.

Segundo, quiero romper una lanza por el forofismo sin ser malinterpretado. Creo que es un lugar común posmoderno, pero hasta cierto punto acertado, aquello del "homo videns" de Sartori, y creo que a nadie se le habrá escapado que, en prácticamente cualquier democracia occidental actual, el Programa ha sido progresivamente sustituido por la imagen, la Marca (del Líder, de valores difusos o retóricos como el Cambio, etc.). No digo que haya desaparecido; digo que ha pasado a un plano algo más secundario.

Claro que es forofismo el que la prensa de izquierdas llame a no votar al partido de la derecha y a recalcar los escándalos del partido ajeno; el problema (para ellos) es que también funciona al revés, y me remito al sainete de los "100 años de honradez" con que nos deleitaron a principios de los 90. Basta ya también de excepcionalismo cainita; la democracia es también ese forofismo; eso es lo que mueve al votante convencido y hace que el simpatizante se quede en casa el día de las elecciones, y es parte legítima, aunque ruidosa y admisiblemente sucia, del juego político.

La imagen de la democracia como paradigmas en competición es correcta, pero simplificadora, como toda teoría a escala macro; estamos obviando el juego de percepciones, afinidades e identificación que mueve la política diaria y a escala micro. Móvamonos en el "ser"(ya de por sí bastante discutido y discutible), planteando "deber ser" menos ambiciosos; en mi opinión, tu propuesta de ciudadano ideal, tomada al pie de la letra, es algo adanista; la de reideologizar la política, aunque interesante, también tiene riesgos que convendría analizar más cuidadosamente antes de ponerse manos a la obra.

Saludos,